"Una empresa no es un museo en el que, una vez que se cuelga un cuadro, queda ahí para siempre, sino que se encuentra en una transformación continua", explica el director financiero del grupo, Hans-Ulrich Engel, repasando el siglo y medio que pasó desde la fundación del gigante en Ludwigshafen, oeste de Alemania.
Sinónimo del poderío industrial alemán, BASF dejó de producir hace ya años fertilizantes, su fuerte desde principios del siglo XX. También abandonó ya sus famosas cintas magnéticas. La idea de centrarse en la energía e incluso construir una planta nuclear propia quedó enterrada en los 70.
La principal rama del grupo es hoy la automotriz, que genera un 13 por ciento de su facturación total gracias a la fabricación de catalizadores, pintura o plásticos. Y también el futuro viene marcado por el signo del cambio, explica Engel.
"La madre de todas las tendencias es el cambio demográfico", adelanta. La población mundial crece y exige mejores condiciones de vida, planteando por ejemplo el reto de conseguir más agua potable. También demanda más automóviles en gigantes como China y la India. "Es algo en lo que queremos participar", cuenta el directivo.
La mira del grupo apunta también a Estados Unidos, donde los precios de energía y materias primas cayeron drásticamente por la polémica práctica del "fracking". BASF analiza instalar en el país una planta de propileno que implicaría la mayor inversión única de su historia. La decisión se tomará el año que viene.
El desafío es continuar una historia que comenzó en 1865 en medio de un boom de "nuevas industrias" de sectores como el químico, de maquinaria y electrotécnico que se concentró de forma particular en Alemania, explica el historiador económico Werner Abelshauser.
Mientras Inglaterra, cuna de la revolución industrial, invertía por todo el mundo gracias a su poderosa flota, Alemania carecía de esa ventana al extranjero. "Había que hacerlo mediante productos que pudiesen colocarse en el mercado global", añade el historiador.
Esa exigencia, el principio de "asociación" -funcionar como una red de empresas que cooperaron en diversas fases de producción para optimizar costos- y la idea de vender no sólo productos, sino también el "know-how" para fabricarlos, convirtieron a BASF ya a principios del siglo XX en el mayor grupo químico del mundo.
Como el resto de compañías alemanas del sector químico, BASF tuvo en la primera mitad del siglo un papel clave en la maquinaria de guerra alemana.
Ya en la Primera Guerra Mundial se usaron muchos químicos para fabricar munición y gases tóxicos. En 1918, BASF lograba un 78 por ciento de su facturación gracias a material de usos bélicos, según el libro "BASF, historia de una empresa" de Jeffrey Allan Johnson.
La compañía se unió en 1925 al consorcio químico IG Farben, al que también pertenecían Bayer, Hoechst y otras compañías del sector. Al llegar a poder, los nazis utilizaron al coloso como una pieza fundamental en su sistema de guerra y horror.
IG Farben participó en la fabricación del gas Zyklon B, utilizado por los nazis para exterminar a millones de personas en los campos de concentración. Además empleó a miles de trabajadores esclavos. El gigante fue desmembrado en 1951 por los Aliados y muchos de sus directivos fueron condenados a prisión.
BASF fue refundada un año más tarde, se convirtió en uno de los 16 miembros fundadores de la iniciativa "Memoria, Responsabilidad, Futuro" y aportó millones de euros para la compensación de trabajadores forzados durante el Nazismo.
Desde 1965 al cambio de milenio BASF sentó las bases de una nueva transformación, pero manteniéndose en el sector químico, a diferencia de sus competidoras Hoechst y Bayer, que buscaron diversificar su producción y se abrieron a nuevos sectores.
El grupo llega al aniversario con el desafío de seguir siendo protagonista en el crecimiento de la primera economía europea como desde hace un siglo y medio.