El académico del Departamento de Sociología de la Unidad Iztapalapa señala que ni el pluralismo de partidos ni la democracia electoral, la oposición mayoritaria en el Congreso ni las reformas que quitaron al Poder Ejecutivo la exclusividad en materia de telecomunicaciones y energía han impulsado mecanismos institucionales para balancear sus decisiones o vigilar efectivamente su desempeño.
En el artículo El presidente en su laberinto, el politólogo expone que mediante la publicidad oficial puede condicionar a los medios de comunicación y con el manejo de partidas presupuestales otorgadas por la Ley de Coordinación Fiscal, alinea a gobernadores, en caso contrario, los castiga.
Además distribuye el presupuesto por grupos en el Congreso y canaliza recursos a voluntad mientras en los congresos estatales, a su vez, siguen una lógica parecida a la federal.
El presidente asigna contratos públicos bajo la apariencia de licitación, con lo que cumple las formas legales, también puede espiar y utilizar el sistema de procuración de justicia para violentar derechos y neutralizar a adversarios políticos sin consecuencia alguna, todo ello aunado a la supremacía que busca otorgarle la Ley de Seguridad Interior.
Las reformas en materia de energía, telecomunicaciones y educación de 2013 dieron paso a la creación de organismos autónomos como la Comisión Reguladora de Energía, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia Económica, el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, cuyos titulares fueron asignados por medio de cuotas y, sobre todo, sin admitir independencia en su desempeño.
Estos organismos comparten algunas facultades antes exclusivas del Presidente; sin embargo “pasamos, de un mandatario interventor a uno libre de compromisos sociales en un país donde la mayoría de sus pobladores vive sin poder satisfacer las necesidades básicas; de un titular garante de la justicia social a otro cuya función es asegurar la libre competencia en una nación donde no existen condiciones para el libre mercado”.
Dichos organismos no abandonan del todo la órbita presidencial, señala Espinoza Toledo, pero comparten la designación de sus integrantes con las fuerzas políticas presentes en el Senado, asegurando mecanismos de intervención en la distribución de los cargos de dirección y de toma de decisiones.
El Ejecutivo Federal opera con base en una suerte de absolutismo político que da cuenta de una proyección autoritaria de la función de gobierno, donde no importa cómo se procesan y toman las decisiones, sino que las reformas a la Constitución y las leyes derivadas hayan sido aprobadas para imponerlas en la dirección y con los contenidos que el gobierno decide.
El doctor en Ciencia Política por la Universidad de París I advierte que la institución presidencial mexicana sigue siendo autoritaria aunque debilitada por su desfase frente al desarrollo político plural de la sociedad, a pesar de que gobernantes y políticos no lo vean así, ya que su divisa es mantener incólume el poder del Ejecutivo.
El Congreso mexicano, que debiera vigilarlo, a pesar de haber pasado de una integración monopartidista a una configuración pluripartidista en la que ninguna fuerza política ha tenido mayoría desde 1997, se convirtió en un actor protagónico y beligerante, pero esto se diluyó con el llamado Pacto por México firmado en 2012.
Este régimen es funcional a los personajes políticos, a quienes asegura la circulación de sus élites y la alternancia pacífica, y es con el presidente con quien convienen el reparto de recursos y cargos.
Esto explica por qué los partidos mexicanos son presidencialistas, pues “no encuentran razones claras para modificar su estructura de poder y los privilegios que cobijan a pesar de que el ejercicio de gobierno en solitario y el centralismo son cada vez menos efectivos y productivos para la propia institución presidencial, la colectividad y el pluralismo. Esa es la reforma necesaria”, concluye.